Las escuelas de Platón y de Aristóteles no fueron las únicas que
resultaron del movimiento intelectual provocado por Sócrates.
Después de este filósofo vemos que hormiguean las sectas, como no podía menos
de esperarse atendido el carácter curioso y disputador de los griegos. Algunas
de estas escuelas no se pueden considerar como emanadas de las doctrinas de Sócrates, pues las hay que están en absoluta
contradicción; pero todas son hijas en cierto modo del impulso comunicado al
espíritu griego por el genio de aquel hombre extraordinario.
Los que se distinguieron en la exageración del principio de Sócrates fueron los cínicos. Su fundador, Antístenes,
empezó a enseñar en un lugar llamado Cynosarges, o templo del Perro
Blanco; de aquí se los llamó cínicos:
perros, nombre que además se granjearon por su lengua mordaz y sus maneras
desvergonzadas.
Sócrates había
establecido que el bien supremo es la virtud, y que a ésta debe posponerse
todo; pero su discípulo Antístenes
exageró o más bien adulteró esta verdad, diciendo que el hombre sólo debe
cuidar de la virtud, despreciando todo lo demás, inclusas las consideraciones
de buena crianza. Empezó, pues, por vestirse pobremente; se dejó crecer la
barba, y armándose de cayado y zurrón, emprendió la vida filosófica. Su
discípulo Diógenes vive en un tonel,
y allí recibe a Alejandro: «¿Qué quieres de mí ?», le dice el conquistador:
«Nada; sólo que te apartes, pues me quitas el sol.»
¿Quién duda que el hombre debe perderlo todo antes que la virtud, y
que las riquezas, los honores, los placeres son objetos deleznables, indignos
de nuestro amor? Pero inferir, como los cínicos, que nuestras casas deben ser
un tonel, nuestros vasos la mano, y que para las necesidades de la vida no
debemos atender a las relaciones sociales, es una exageración no prescrita por
la virtud. Esta, llevada a un alto punto, puede ciertamente conducir a un desprendimiento
heroico, a pobreza absoluta, a privaciones y sacrificios de toda especie; pero
nunca traspasa los debidos límites, olvidándose de lo que disponen la prudencia
y la decencia; una virtud imprudente e indecente no sería virtud.
Bajo las exageraciones cínicas se ocultaba un gran fondo de
orgullo: la vanidad de despreciarlo todo es una vanidad peligrosa. Bien habló
el que dijo al cínico que hacía ostentación de sus harapos: «Al través de las
roturas de tu vestido descubro tu vanidad.»
Las exageraciones sistemáticas conducen a
la locura. La escuela cínica, después
de haber pasado por Orates, que vende
todos sus bienes y los distribuye entre los pobres, dando un bello ejemplo de
desinterés, continúa por Metrocles y
acaba en Menipo y Menedemo. Este último andaba por las calles
gritando que había venido del infierno para observar la vida de los hombres y
dar noticia de las malas acciones a las deidades infernales.